El Juguete de Dios

Por Ramón Peralta

Satoshi, un joven de intelecto prodigioso y sabiduría que empequeñecía a los de su natal Nagoya, se había forjado en la crudeza de la más cruel  pobreza. Sin embargo, esta adversidad no hizo más que desarrollar  su genio. A los 18 años, en el silencio de su precaria existencia, había creado en secreto un pequeño robot, una maravilla de la ingeniería capaz de mantener conversaciones tan naturales como el murmullo del viento. Este artefacto, una extensión de su propio ser, no sólo conversaba con él sino también con Nadini, su esposa, una joven de inigualable belleza nacida en las contaminadas  calles de Calcuta. Su rostro, un poema de dulzura, y su sonrisa, un germen de luz en los días más sombríos, otorgaban un rayo de esperanza y alegría incluso al corazón más abatido.

A los 17 años, Satoshi visitó la ciudad de Calcuta, en la India, y desde que pisó tierra, sus ojos quedaron deslumbrados por la presencia de Nadini, que deambulaba cerca del puerto de la ciudad, envuelta en un sari que delineaba la belleza de su cuerpo y cuyos ojos eran tan negros como las noches invernales  de Rjukan. La chica no pudo evitar sentir una inmensa alegría al ver cómo el joven samurái la miraba con ternura y deseo de protegerla.

El joven, que pisaba por primera vez tierra india, se acercó a la joven y, sin conocer el idioma, abrió la boca y de ella salieron palabras que él nunca había escuchado. En idioma bengalí, le hizo a la joven Nadini una propuesta que ella no podía rechazar. El sonido de esa primera frase se escuchó: Āmākē biẏē kara, cuya traducción era «cásate conmigo». La muchacha trató de contestar en su idioma bengalí, pero la respuesta le salió en japonés, una lengua que ella nunca había escuchado. El sonido de su hermosa voz fue Hai, anata to kekkonshitaidesu, que significa «Sí, acepto casarme contigo».

Esa misma noche, la joven pareja selló su unión en un matrimonio sin papeles, testigo silenciosa de un amor que desafiaría hasta el último aliento de sus vidas. La luna, con su luz suave y distante, y las estrellas, cómplices fugaces, presenciaron la consumación  del matrimonio entre  Satoshi y Nadini, un vínculo que sólo la muerte podría deshacer.

Un comerciante hindú airado  deseaba arrebatarle a Nadini, la pareja se vio forzada a huir, abandonando la tierra que había sido testigo de su primer encuentro. Así, llegaron a Colombia, donde Satoshi, con la asombrosa agilidad de una mente dotada con un coeficiente intelectual de 290, aprendió el español con una rapidez que parecía desafiar las leyes del tiempo y la lógica. En esa tierra de Márquez y Varga Vila, marcada por el  ritmo de una historia que aún estaba por escribirse, la pareja encontró un nuevo comienzo, mientras el universo seguía su curso indiferente y eterno.

En medio de las convulsiones del nuevo país que los acogió, nació un niño a quien le pusieron el nombre de Aureliano en honor al personaje de un libro que había perfeccionado la lectura del español de la hermosa Nadini. Con el tiempo, el pequeño robot que desarrolló Satoshi se convirtió en la mayor fuente de educación y compañía del pequeño Aureliano, ya que tanto el niño como la máquina tenían conversaciones naturales. Cuando Satoshi llegaba del trabajo, siempre traía un libro o una enciclopedia de la biblioteca que el robot, de nombre Toy, leía en 30 segundos y memorizaba todos los conceptos y sus razonamientos.

Con la adquisición de nuevos conocimientos, Toy (el robot) se hizo experto en diferentes temas, al grado de comenzar a sentir las emociones y sentimientos de los miembros de aquella familia que lo acogía como si fuera humano. Conocía el rostro de cada uno de los miembros de la familia y, gracias a su capacidad de reconocimiento facial, una tarde descubrió que el perro tenía rabia. Con su potente voz alertó a los padres de Aureliano sobre el peligro de que el perro fuera a morder al niño. Pero desafortunadamente, un campesino que vivía cerca, al enterarse de la capacidad casi humana de Toy, vendió la información al cartel de Medellín.

En ese tiempo, América Latina estaba en medio de la década perdida. Había una inflación generalizada en todos los países de la región y Pablo Escobar emergía como el hombre más poderoso de todas las naciones liberadas por Simón Bolívar. El internet no se conocía, aún no se habían inventado las redes sociales, ni mucho menos el WhatsApp, y el tema de la inteligencia artificial no era parte ni siquiera de la imaginación humana.

Escobar pensó que Satoshi y Nadini eran agentes de la CIA y la DEA que andaban con un poderoso aparato para atentar contra su vida y favorecer a otros carteles más complacientes con la política exterior de Washington. Sin pensarlo, envió al campesino a profundizar las investigaciones para luego deshacerse de los espías de la CIA.

Cuando el campesino volvió a la vivienda de Satoshi y Nadini, con un interrogatorio en mente, Toy, que había aprendido a reconocer y entender el lenguaje a profundidad y el tono emocional en las conversaciones, se dio cuenta de que el campesino estaba haciendo un interrogatorio por encargo de un poderoso mafioso. Esa noche, Toy usó todas sus habilidades en los debates para convencer a sus amos de que estaban descubiertos y que debían abandonar la ciudad antes de que el capo mayor los asesinara. Pero el tiempo precioso que perdió tratando de convencer a los humanos permitió al cartel llegar a su casa.

Con la casa rodeada, lograron escapar por un túnel de emergencia que Satoshi había fabricado dos años antes. Mientras avanzaban por el túnel, Toy le dijo a su dueño que le quitara la capacidad de hablar, porque nunca aprendería a mentir como los humanos y, si lo atrapaban, podría ser una fuente importante de información para los malos.

Meses después, Nadini y Satoshi fueron capturados por la guerrilla, quienes, al no ver nada extraordinario en ellos, los vendieron como rehenes al cartel de Medellín. Allí, el jefe del cartel, después de asegurarse de que la pareja no tenía ningún arma poderosa, los exterminó como se matan a dos perros.

El día que el pequeño Aureliano cumplió 8 años, fue rescatado de la selva por una pareja de estadounidenses que se habían escapado de sus secuestradores. La pareja había estado dos años en cautiverio por la guerrilla y, cuando llegaron a la ciudad, la prensa internacional los acogió, informando que el niño había estado en cautiverio con ellos y que sus padres habían muerto. La pareja dijo que a partir de ese momento lo adoptarían.

En la suite del gran hotel de la capital, rodeada de máxima seguridad, el niño narró la historia del robot y la persecución de su padre. El niño le dio órdenes a Toy, y este obedeció las órdenes con la inteligencia de un ser humano. Mientras más habilidades mostraban  de Toy, más fuerte se dibujaba el miedo en el señor y la señora Taylor. Sin embargo, el pequeño Aureliano no sabía que estaba provocando la destrucción de Toy.

En la madrugada, mientras Aureliano dormía, los señores Taylor destrozaron a Toy con un martillo. Toy mostraba angustia en sus ojos y tristeza de no poder gritar. A la mañana siguiente, Aureliano buscó desconsoladamente a su robot Toy. Tomó la pequeña mochila y preguntó a la señora Taylor si había visto a Toy. Los esposos Taylor le explicaron que lo destruyeron por seguridad y lo habían lanzado a la basura. El niño, desesperado, bajó hacia la enorme caja de basura del hotel, pero al llegar, descubrió que había sido montada en un camión y en su lugar dejaron una  vacía.

Como un loco, corrió tras el camión y, sin que el chofer y el ayudante se dieran cuenta, se subió detrás del camión. A 40 kilómetros de distancia, depositaron la basura en un enorme vertedero. En ese lugar había cientos de niños y adultos malolientes que buscaban comida y objetos de valor en la basura.

Después de 4 días comiendo del basurero, solo le faltaba una pieza del robot, la cual tenía un hombre que, a pesar de no ver valor en ella, no quiso entregarla al niño. De repente, el niño encontró varios dólares en su bolsillo y le compró la pieza al hombre, que se burlaba de la «estupidez» del niño.

Aureliano, con todas las piezas de Toy en una bolsa plástica negra, se fue a un lugar solitario y abrió su pequeña mochila, donde tenía las herramientas tecnológicas de su padre. Durante 6 días, durmiendo en la intemperie, trabajó en la reparación de Toy hasta convertirlo en un hermoso carrito negro de 11 pulgadas de largo, 6 de ancho y 5 de altura. Sin ninguna explicación, logró que Toy fuera aún más inteligente y conocedor del peligro. Incluso logró que pudiera transformarse en un pequeño camión o en una gallina mecánica.

El juguete fue diseñado por el niño para recibir energía desde una lámina solar en la capota del carro y, de noche, recibir combustible del dióxido de carbono que expulsaban las hierbas y los arbustos. A los 11 años, Aureliano sabía que le quedaban pocos días de vida, ya que tenía la misma enfermedad del libertador. En el puerto de Barranquilla, se metió en un pequeño barco de polizón que iba hacia una isla del Caribe. El barco zozobró cerca de la costa dominicana; parte de la tripulación sobrevivió, pero el pequeño Aureliano había muerto días antes y fue arrojado al mar.

Toy, con su inteligencia artificial, logró flotar durante meses hasta llegar a la costa dominicana. Su tiempo de vida se estaba agotando y necesitaba urgentemente el amor de alguien. No solo fue diseñado para recibir energía solar y dióxido de carbono nocturno, sino que necesitaba un motivo sentimental para seguir funcionando.

Mientras Toy apenas podía mover sus ruedas debido a la falta de amor en su motor, Carlito pidió un deseo a los Reyes Magos el 5 de enero: le pidió un carrito de pilas.

El señor Joaquín, despedido sin piedad en aquel fatídico septiembre por un alcalde  del Pueblo del Este tan implacable como las lluvias que inundan la capital, se arrastraba por la vida con el peso de una desdicha que parecía no tener fin. En su desesperación, la miseria lo cercaba como una nube eterna, y el sentimiento de culpa lo atormentaba como el sol llameante de mediodía. Había hecho de su ausencia de empleo un purgatorio diario, y en su amargura, había decidido buscar el alivio final en las aguas escabrosas del puente.

Cuando se encontraba al borde del abismo, con la vista fija en el sumidero que prometía liberarlo de sus penas, el destino le ofreció un vuelco inesperado. Sus ojos, ya cansados y nublados por la desesperación, se toparon con un carrito negro, abandonado como un vestigio de esperanzas olvidadas. Lo tomó en sus manos temblorosas y, al sentir el peso de su desgracia, reconoció que el juguete era de baterías, pero que, al igual que él mismo, no funcionaba. Con una mezcla de resignación y esperanza rota, lo llevó a casa como un símbolo de lo que pudo haber sido y no fue.

A la mañana siguiente, con una tristeza que parecía no conocer la luz del sol, se dirigió a su hijo, y con una voz cargada de pesar, le dijo:

—Mi hijo, mira lo que te trajeron los Reyes: el carrito de tus sueños. Pero no funciona.

El niño, con lágrimas en los ojos, tomó el carrito y respondió:

—No te preocupes, papi. Aunque no funcione, este es el mejor regalo que he recibido.

Carlito, con apenas seis años, era feliz con su nuevo juguete, que no se cansaba de abrazar. Poco después, el carrito comenzó a moverse lentamente, y mientras más crecía la alegría de Carlito, más rápido se movía.

Cuando la noche descendió como una sotana oscura y silenciosa, el carrito se transformó en una gallina. Con un pico inusualmente preciso, tomó una parte de la sábana y la colocó sobre su pequeño amo que dormía, envuelto en sueños de paz.

Toy, con un sentimiento confuso, se preguntaba si el hombre había desarrollado una inteligencia superior a su creador o si simplemente él era el juguete de Dios.

 

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