A las 4:19 de la mañana, cuando la penumbra aún se aferraba a los rincones más oscuros de la ciudad, Ramón G. recibió una llamada que haría que el hielo corriera por sus venas. La voz en el otro extremo de la línea, resonando desde un rincón remoto de un país africano bañado por el implacable Océano Atlántico, traía consigo una noticia de terror tan antigua como la propia oscuridad de la noche: la mujer llamada Akosua y su hijo Kofi, de solo 17 años, habían sido brutalmente asesinados y sus cuerpos arrojados al profundo y despiadado lago Volta, justo en la presa de Akosombo.
El destino había lanzado este mensaje cruel a un hombre que, a pesar de compartir un nombre con el asesinado Kofi, ignoraba por completo la identidad del hombre cuya voz era ahora un eco sombrío en el receptor. La voz, como si comprendiera la confusión en el corazón de Ramón, reveló una historia que se tejía con hilos de angustia y horror. Era la historia de una noche fatídica, el 16 de agosto de 2006, cuando Ramón se encontraba en un restaurante italiano de la deslumbrante ciudad de Nueva York. Mientras disfrutaba de una suculenta cena regada con un fino vino blanco, observaba cómo una joven en la mesa contigua discutía en voz baja con el camarero. La razón de su disputa era la amarga realidad de una cartera sin dinero, y la joven, incapaz de pagar su cuenta, se hallaba en un estado de desesperación.
Ramón, movido por una impulsiva generosidad, ofreció pagar la cuenta en su totalidad y la invitó a su mesa. La joven, agradecida pero al borde del colapso, aceptó y, en un inversión irónica del destino, una nueva botella de vino se deslizó sobre la mesa entre ellos. En el tercer trago de esa botella, Ramón comenzó a tratar a la hermosa morena con una familiaridad inquietante, como si se conocieran desde tiempos inmemoriales. La noche avanzó con una euforia desmedida, llevándolos a una discoteca cercana donde la joven bailaba con una libertad salvaje, mientras Ramón se dejaba arrastrar por una excitación que parecía pertenecer a un mundo aparte. Al amanecer y abrir los ojos, se encontró con su billetera intacta pero vacía de dinero en efectivo.
Aquel secreto vergonzoso, guardado durante 18 años, había sido un peso oscuro sobre sus hombros. Ahora, al escuchar el relato del hombre en la llamada, Ramón se veía atrapado en un torbellino de angustia. ¿Cómo podía aquel desconocido conocer con tal detalle los eventos de esa noche nefasta? La voz en la línea se convirtió en un susurro ominoso, revelando la identidad de aquel que, en su papel de camarero, había puesto una pastilla en la bebida de Ramón. Era el esposo de Akosua, quien, junto a ella, había tejido una trampa para hombres adinerados. La pastilla de extasis había desatado en Ramón una libertad descontrolada, pero el plan se había torcido de maneras horrendas.
El hombre reveló que su esposa, consumida por el remordimiento y la culpa, había abandonado esa vida de engaños. Sin embargo, el destino le había jugado una cruel broma; ella se había quedado embarazada de Ramón, y al regresar a su país, había dado a luz a un hijo llamado Kofi Ramón. La llamada de esa madrugada no solo era una declaración de tragedia, sino también un intento desesperado de cumplir con un deber largamente postergado. El dolor y el horror de escuchar que la mujer de una noche que no deseaba recordar y el hijo que nunca conoció habían sido asesinados hicieron que el apetito y la cordura de Ramón se desvanecieran.
Desorientado y sin rumbo, Ramón abandonó su hogar y, como un espectro errante, llegó al downtown de Miami. Su travesía continuó por la I-95 express hasta que se detuvo en un parqueo preferencial en Fort Lauderdale. Allí, en busca de consuelo, se dirigió a una funcionaria del condado de Broward, Paola, cuya eterna sonrisa y optimismo siempre lograban levantar su ánimo. Sin embargo, el recuerdo de aquella llamada tenebrosa persistía en su mente como una sombra incesante.
Después de dos minutos hablando con Paola se había olvidado de la nefasta llamada que un extraño le hizo aquella mañana, lo temas económicos, de progresos y de relaciones internacionales rehabilitaron la energía de aquel hombre de 74 años bien vividos y cuando casi se despedían ella le dijo que estaría en República Dominicana del 15 al 18 de agosto y que deseaba una invitación para la juramentación del presidente.
Así, mientras Ramón se precipitaba hacia Santo Domingo, moviendo cielos y tierra para cumplir su promesa, la inquietante revelación de la llamada permanecía con él, envolviendo cada pensamiento en una atmósfera de siniestra premonición. En cada paso, en cada encuentro, el terror de esa madrugada con la bella africana lo seguía, un recordatorio cruel de que las sombras del pasado nunca se desvanecen del todo.
Sin pensarlo, le aseguró a la joven funcionaria que le conseguiría la invitación. A la mañana siguiente, 7 de agosto, llegó a Santo Domingo sin saber cómo lograría esa invitación para una amiga a la que no podía fallar.
Ramón sabía que tanto Paola como su esposo, el italiano, harían cualquier cosa para ayudarlo con cualquier favor que necesitara. Desde que pisó tierra dominicana, movió todas sus relaciones para conseguirle la invitación.
En su primer día, se reunió con cuatro personas del gobierno, y todos le aseguraron que, faltando tan poco tiempo, era imposible conseguir una invitación para esa amiga funcionaria del condado de Broward.
Faltando tres días para la juramentación, se reunió con 49 personalidades ligadas al gobierno, entre ellas alcaldes, funcionarios, ex legisladores, artistas vinculados al gobierno y hasta deportistas, todo en vano. A pesar de esto, mantenía la fe de que no podía fallarle a Paola.
Apenas 48 horas antes de la juramentación, un diputado de la oposición le aseguró que le conseguiría una invitación para él y otra para Paola. Esa noticia le dio un respiro, y llamó a Paola para decirle que no se preocupara, porque ya le habían asegurado la invitación. Del otro lado de la línea, Paola respondió:
—Yo no estoy preocupada. Me siento tan segura de esa invitación como si la tuviera en la mano. Tú siempre cumples lo que prometes.
Ramón, antes de despedirse, le dijo que llegaría el 15 a mediodía. Ella manifestó:
—Lo siento, tuve que cambiar el vuelo para el mismo 16 de agosto; llegaré a las 9:22 de la mañana.
Esas palabras cayeron como un martillazo en la cabeza de Ramón al saber que ella aterrizaría en las Américas justo unos minutos antes del acto.
En la mañana del 15, Ramón se dio cuenta de que, en su afán por conseguir las invitaciones, había olvidado comprar la chaqueta. Por lo tanto, fue a varias tiendas en busca de un saco blanco, por los menos tenía pantalón blanco en la lavandería. Al mediodía, en lugar de almorzar, visitó a un famoso diseñador de moda, quien le prometió enviarle esa misma tarde una chaqueta desde Nueva York. Sin embargo, Ramón estaba angustiado porque aún no tenía la invitación en sus manos.
Después de las 2 de la tarde, se dirigió a un restaurante y, tras almorzar, fue a la lavandería a recoger el pantalón blanco. Para su sorpresa, encontró un letrero en la lavandería pidiendo disculpas a los clientes, informando que estaba cerrada y que abriría el lunes 19, debido a la muerte trágica del dueño, quien estaba siendo velado en Santiago.
Durante dos horas intentó en vano encontrar un pantalón blanco en una tienda o alquilar uno, pero todo fue inútil. Llamó al diputado de la oposición para ver si ya tenía las invitaciones, pero este no contestó el teléfono. A pesar de esto, Ramón no perdió la fe de que conseguiría la invitación y resolvería el problema. Marcó el número del diseñador de moda, pero tampoco pudo comunicarse con él. Dejó mensajes por WhatsApp a ambos.
Mientras tanto, Paola había recorrido más de 25 tiendas de ropa en Miami en busca de un vestido blanco, sin éxito. A las 6:01 de la tarde del 15 de agosto, salió de la última tienda y marcó el número de Ramón para decirle que no encontró un vestido adecuado para la juramentación del presidente. Justo en ese momento, mientras Ramón decía “Aló, aló”, una copiosa excreción de un halcón peregrino, que había volado lejos de su hábitat natural, le cayó en la cabeza. En medio de su impotencia, una empleada de la tienda salió y le informó que, por suerte, había aparecido un vestido blanco de su talla.
En ese instante, Ramón recibió dos mensajes al mismo tiempo: uno del diputado con una foto de las invitaciones, diciendo: “Le acabo de dejar las invitaciones en la recepción del hotel”, y el otro del diseñador, que decía: “Ramón, pase ahora a tomarse las medidas del pantalón; se lo haremos esta misma noche”.
Paola compró el vestido y se fue a casa feliz y sin preocupaciones. A las 10 de la noche del 15 de agosto de 2024, llegaron varias chaquetas de Nueva York. Le informaron a Ramón que en 20 minutos le entregarían su traje, mientras decenas de funcionarios entraban y salían del atelier de Martin Polanco, felices con sus trajes.
A las 11:54 de la noche, los empleados se dieron cuenta de que un exalcalde se había llevado por error el traje de Ramón a su casa. El diseñador, con voz comprensiva, le dijo: “Usted no se va de aquí sin su traje”. Mandaron a buscarlo, y a la 1:17 de la madrugada del 16 de agosto, Ramón llegó al hotel con su traje.
Ahora, su única preocupación era cómo llegar temprano a la toma de posesión del presidente, dado que debía buscar a Paola en el aeropuerto. A las 8:15, el chofer pasó a recoger a Ramón para ir al aeropuerto, pero durante el cruce del puente flotante, se pinchó un neumático. Continuaron su viaje al aeropuerto sin neumático de repuesto.
En el aeropuerto, Ramón habló con una persona importante para que buscara a Paola en la salida del avión que venía vestida de blanco. Sin embargo, el hombre regresó para informarle que vio a todos los pasajeros que salieron del avión y que no había llegado ninguna mujer vestida de blanco.
Con el rostro colorado de impaciencia, Ramón miraba el reloj de su celular. Cuando estaba al borde de la desesperación, la voz de Paola lo tranquilizó y al mismo tiempo lo preocupó al decirle: “Dame 5 minutos para cambiarme de ropa en el baño”. El funcionario del aeropuerto no la vio porque ella no llegó vestida de blanco.
Después de 5 largos minutos, salieron del aeropuerto hacia el Teatro Nacional. El chofer, un hombre con la paciencia de Job, transitaba lentamente por la carretera. Ramón respiraba profundamente para disimular su desesperación y el deseo de golpear al chofer y tomar el volante él mismo.
Cuando llegaron al Teatro Nacional, se bajaron a toda prisa y, al llegar a la puerta, Ramón recordó que había dejado las invitaciones en el carro. Pensó en llamar al chofer, pero había dejado el celular junto con las invitaciones. Al intentar presentar las invitaciones, el jefe de seguridad notó un pin en la chaqueta de Ramón y el acento extranjero de Paola, y les permitió pasar. Ramón, que tiene un oído muy agudo, escuchó cuando el seguridad de mayor rango dijo: “Esos dos son invitados del Pentágono”.
Dentro del teatro, una joven de protocolo le preguntó a Ramón por su asiento, y él, con una memoria prodigiosa, recordó que su asiento estaba en el balcón izquierdo, fila E, silla 2. No recordaba el de Paola, así que mencionó al azar un número de fila del centro con el número de silla, y, por coincidencia, estaba vacío.
Cuando terminó el acto, se fueron a un almuerzo en el Hotel Embajador. En medio de la comida, Paola le comentó: “Ramón, todo salió bien. ¿Cómo conseguiste las invitaciones y el traje de una manera tan fácil?”
Ramón sonrió levemente, levantó su copa y respondió: “Fue más fácil de lo que te imaginas.”
En la penumbra de la noche, bajo el manto estrellado que velaba la Plaza España de la Zona Colonial, el diputado y sus amigos cercanos se reunieron para una cena al aire libre, acompañados por Paola y Ramón. La velada transcurría en un ambiente de esplendor y deleite, donde la brisa tibia acariciaba las antiguas piedras de la ciudad primada de América. La conversación giraba en torno a la belleza de la metrópoli colonial y a las primeras historias de los esclavos africanos en la isla y con palabras nostálgicas comentaban como era la vida en esos tiempos remotos.
Sin embargo, en medio de la alegre algarabía y los animados intercambios, Ramón permanecía distante, atrapado en un abismo de reflexión sombría. Su mirada, perdida y vacía, parecía atravesar el tiempo, remontándose a esa noche cruel en la que Nueva York le robó la tranquilidad que hasta entonces había conocido. La risa y el bullicio que lo rodeaban se desvanecían en un eco lejano, eclipsados por las sombras de recuerdos dolorosos que atormentaban su mente. En su pecho, el peso de un pasado insepulto y la penumbra de una desdicha aún reciente lo sumergían en una oscuridad que ni la luz de las lámparas led ni el esplendor de la ciudad podían disipar. Así, mientras el mundo exterior celebraba, Ramón quedaba prisionero en un laberinto de melancolía de aquella noche con esa mujer exótica que lo había condenado a revivir eternamente el tormento de su propia pesadilla, aquella mujer que le dio un hijo que nunca conoció.