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La boda de mi vecina

Por Ramón Peralta

Durante el silencioso vuelo de regreso a mi tierra natal, las sombras de aquella tragedia sucedida  la semana pasada en Madrid se alzaban como un telón inquebrantable en mi mente. Un encuentro amoroso, colmado de pasión, se reveló como una tragedia indeleble. Una historia que, sin lugar a dudas, dejaría su marca en mi existencia para siempre.

En las ocho horas de trayecto, mis pensamientos danzaban entre las imágenes de una joven de 19 años que había encendido una llama fugaz en mi corazón. A pesar de mis más de cuarenta años, desprovisto de atractivo físico, ella se sumergió en un enamoramiento instantáneo. Una conexión tan profunda que desafiaba las leyes del tiempo y las apariencias.

A mis 46 diciembres vividos, quedé asombrado por el sorprendente parecido de la recepcionista del hotel con la novia de mis años de bachillerato, la que más amé. Sus ojos verdes y su sonrisa, idénticos a los de Susi, me sumieron en un remolino de recuerdos de una juventud marcada por un amor correspondido a media. Aquella muchacha que, entre tantos pretendientes, escogió al tímido Peralta, el estudiante peculiar que solo destacaba por sus calificaciones.

El regreso a Santo Domingo fue un encuentro con la realidad tangible. Recibido por un cuñado, me sumí en un silencio cargado de reflexiones sobre la tragedia en España. La visión de la vecina del edificio contiguo, quien había instalado un comedor, me apresuró a refugiarme en casa, invadido por la mirada curiosa sobre mi equipaje y atuendo.

La privacidad siempre fue mi refugio, y la  mirada de esa mujer efusiva y popular en el barrio perturbaba mi paz. Dos años viviendo al lado, desconociendo su nombre, y me disgustaba que los vecinos, testigos de mi crecimiento durante más de cuatro décadas, la prefirieran a ella, recién llegada, por encima de mí.

Mi cuñado, que es adicto a comprar en todos los lugares que venden algo de comer, decidió comprar carne de res frita con batata, y para mi mala fortuna, él no cargaba dinero en efectivo, así que me vi obligado a ir al comedor de la vecina a pagarle. Ella, con una sonrisa, llamó por su nombre a mi cuñado y le dijo mirándome con una sonrisa: «Ese señor, que estoy mirando disimuladamente, vive al lado de mi casa y nunca me ha dirigido la palabra». Me quedé callado y le pasé un billete de 500 para que cobrara. La mujer sonriente me dijo: «Señor Peralta, tranquilo que no tengo menudo, me paga más tarde o cuando pueda».

Después de un baño, salí a la calle, compré algo en el supermercado y le llevé el dinero a la vecina, quien me dijo: «Señor Peralta, no crea que soy una mala persona. Yo hago al mudo hablar y sonreír a un doliente en una funeraria», y desde ese día inició mi amistad con aquella vecina que en silencio me gustaba como mujer.

El negocio de la vecina era muy próspero; los clientes abundaban e incluso hacían fila para comprar. Cuando yo iba a comprar mi cena, la pedía para llevar y la degustaba dentro de las cuatro paredes de mi casa. No me gustaba que cada vez que yo iba a comprar, le indicaba a su cuñada o a su hermana menor que me atendieran, y una noche le dije de manera imperativa: «¡Vecina, cuando yo venga a comprar quiero que usted de manera personal me atienda!»

Este simple cambio en la rutina desencadenó un trato especial  y una dedicación especial de tiempo para mi, pero también una disminución de clientes. La vecina cuando estaba conmigo, lejos de ver a los clientes como bendiciones, los percibía como molestas interrupciones en nuestra compañía.

Después de varios meses, yo dedicándole canciones, ella en parábola me dio a demostrar que deseaba que yo le pidiera amores o la invitara a un sitio privado, pero no me sentía preparado para una aventura por la tragedia de Madrid y la felicidad de una década con la libertad de un hombre divorciado. .

Un dolor repentino la llevó a la emergencia, y mi aversión a hospitales me condujo a acompañarla. Después, una operación en enero selló nuestro destino de manera inesperada. A menos de una semana de su operación, ella me dio el primer beso en su casa; fue un toque de labio divino que me puso nervioso, eufórico y al mismo tiempo con una debilidad hacia esa mujer que me dieron deseos de convertirme hasta en su esclavo con el fin de tenerla cerca.

Embrujado por el hechizo que emanaba del trato y la pasión que la misteriosa vecina despertaba en mí, experimenté, por primera vez en más de una década de dicha como soltero, la imperiosa necesidad de compartir mi vida con una mujer tan especial como ella. Sin embargo, entre las sombras de mi pasado, marcadas por un matrimonio tormentoso y la tragedia de Madrid, se erigían barreras que impedían considerar una nueva relación formal.

A pesar de haber caído rendido ante los encantos de la vecina, me resistía a revivir las amargas penurias de la vida conyugal. Un temor latente se apoderaba de mí, susurrándome que esta relación, tan libre y apasionada, sucumbiría al peso del compromiso una vez compartiéramos un mismo techo.

En una noche cargada de misterio, la vecina me desafió con una pregunta directa sobre los planes que albergaba para nuestro futuro. Encerrado en mi hogar durante dos horas, me sumí en la introspección, buscando respuestas en las profundidades de mi pasado, esperando hallar una luz que iluminara el sendero hacia una decisión sabia.

Mis ojos se cerraron, y un eco de siete años matrimoniales resonó en mi memoria. Había contraído nupcias con una mujer virtuosa que me brindó las dos hijas más extraordinarias, pero la incompatibilidad de caracteres transformó nuestro hogar en una cárcel de desdicha. Me sentía como un prisionero, ansioso de escapar del carcelero que dictaba mi infelicidad, mientras ella sufría en silencio, incapaz de comprender las inseguridades que asediaban a las mujeres.

Tras sopesar la dicha de mi libertad como soltero, decidí dirigirme a la casa de la enigmática vecina para compartir con ella mis últimas horas y despedirnos con la solemnidad que merecía, retornando así a la comodidad de mi vida solitaria.

A las nueve de la noche, crucé el umbral de su morada. La vecina me recibió con una sonrisa embriagadora y un perfume que teñía el ambiente de magia. Su alegría, sin duda, delataba que no intuía el desenlace que esa noche traería consigo. Mientras la estrechaba entre mis brazos, mi mente se debatía entre la meditación y la incertidumbre de un futuro sin su presencia.

En el vaivén de abrazos y melodías, cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, la mañana de aquel sábado se desplegaba ante mí. A un costado de la cama, una nota revelaba los primeros trazos de un nuevo capítulo: «Amor, salí al mercado; al lado de la sabana hay una toalla blanca y te compré el cepillo dental de tu nuevo hogar. Tu desayuno está caliente en la mesa».

En ese instante comprendí que la vecina me había hechizado. Mientras saboreaba mi desayuno, ella ingresó llevando consigo dos enormes sacos de víveres y carnes, sostenidos con gracia sobre sus hombros. Al contemplarla, me pareció que, en lugar de alimentos, esos sacos escondían secretos y misterios. Intenté, disimuladamente, levantar uno, pero ni siquiera logré moverlo. Ante la imponente fortaleza física de mi futura esposa, dirigí mi mirada al cielo y susurré: «Dios mío, ¿en qué lío me he sumergido?»

Pasaron los meses, y cada vez me sentía más adicto a la compañía de la vecina. Compartíamos un mismo techo, aunque en lo más profundo de ella, anidaba el sueño de caminar hacia un altar vestida de blanco. Su amor hacia mí era evidente, pero las palabras malintencionadas de aquellos que se empeñan en entorpecer la felicidad ajena empezaban a sembrar inquietud en su corazón.

En una tormentosa  tarde, la visitaron una señora apodada con el nombre de una famosa periodista de farándula y chismes, junto a un hombre conocido como «Telenoticias» por su habilidad para llevar y difundir las noticias falsas  de toda la comunidad. Telenoticias le espetó: «Ese hombre la usará durante varios meses y, cuando se canse de usted, la botará como un papel de baño usado». La vecina, con una sonrisa sarcástica, le respondió: «Yo no estoy perdiendo mi tiempo, porque me está gustando lo que está haciendo, y si dura un mes más y se va, es ganancia para mí, porque me siento bien, y ambos somos adultos».

En ese momento, la otra mujer chismosa le dijo: «Vecina, no meta las manos en candela por ese hombre que vive con usted, que todos los hombres son iguales». La vecina, con una mirada intensa, le hizo una pregunta contundente: «¿Acaso usted es tan puta que  ha probado a todos los hombres del mundo para decir que todos son iguales?»

En ese preciso instante, salí de la habitación y les dije a ambos visitantes: «Quédense para que ustedes sean testigos de una petición». Quedaron mirándonos con caras embarazosas, conscientes de que yo había escuchado sus comentarios negativos sobre mi persona. Antes de que pudieran reaccionar, dirigí mi mirada a la vecina y le hice la pregunta decisiva: «¿Quieres casarte conmigo?» Ella respondió con un dulce «Sí, amor», pero con una condición: «Deja de llamarme vecina; dime mi nombre, Daysi. Desde hace meses, tú y yo dormimos en la misma cama».

Una semana antes de la boda, una angustia me invadió, corroía mi interior. La felicidad que solía reflejar mi rostro se desvaneció desde que escuché a su mejor amiga mencionar que le prepararía una despedida de soltera. Daysi no comprendía este cambio repentino, y yo no tenía el valor de confesarle mis íntimas aprensiones, ni de revelarle mis temores sobre que esa despedida de soltera reviviera la tragedia de Madrid.

Faltando dos días para la boda, le supliqué a Daysi: «Por favor, no hagas despedida de soltera. Por razones que solo Dios conoces, te pido que me concedas ese deseo». Con voz amorosa, ella respondió: «Lo que tú digas, amor. Y por favor, después de la boda, háblame de la tragedia de Madrid».

La boda fue un rotundo éxito. Por primera vez en mucho tiempo, reí a mandíbula batiente, incapaz de disimular la felicidad que embriagaba mi ser.

Después de que los invitados se cansaron de beber licor barato y comer picaderas frías en una mezcla de risas y bullicio, decidimos darle un giro apasionado  a nuestra boda. En la cuarta planta del edificio, encontramos un pequeño apartamento con tan solo un colchón en el suelo, el escenario perfecto para consumar nuestra unión y hacer realidad una fantasía, gracias a la magia de nuestros limitados recursos económicos.

Al subir los primeros dos peldaños, Daysi, con una chispa romántica en sus ojos, sugirió siguiendo la tradición nupcial, «El novio debe subir con su esposa en brazos hasta el lecho». Traté de cargarla, pero mis rodillas temblaron de debilidad, y Daysi, con una expresión de frustración, se bajó de mis brazos diciendo: «Eres un debilucho», y me levantó como si fuera una pluma.

Mientras ascendía cada peldaño conmigo en sus brazos, Daysi me pidió que le narrara la tragedia de Madrid. El ambiente se volvió más íntimo, y mientras ella llevaba el peso de mi cuerpo, mis palabras se volcaron en la narrativa de aquel fatídico día en Madrid. El susurro de la escalera, la tenue luz que se filtraba por la ventana y el calor compartido en ese momento, crearon un escenario singular para compartir el relato de aquella tragedia que marcó mi vida.

Con una voz empapada en emociones, comencé a tejer la historia de un hombre maduro que se vio envuelto en una trama de amor y tragedia en las callejuelas de Madrid. Todo comenzó en la recepción de un hotel, donde sus ojos se encontraron con los de una misteriosa joven de 19 años. Sin embargo, la incógnita de su identidad y la renuncia inesperada de la chica desataron una búsqueda frenética por toda la ciudad.

Con cada palabra, Daysi se sumergía en la historia, compartiendo no solo el dolor, sino también la fortaleza que me había llevado a ese momento. La conexión entre nosotros se profundizaba con cada escalón que ascendíamos, como si la escalera no solo nos llevara a un pequeño apartamento, sino también a un capítulo más profundo de nuestras vidas

Una noche, en una discoteca llena de destellos y risas, el destino entrelazó sus caminos de nuevo. La joven, ahora comprometida y a punto de casarse, reconoció al hombre maduro. Dejando atrás a sus amigos, se acercó a él y, en un instante, el tiempo se desvaneció entre sus brazos, entregándose a la pasión en una habitación que se volvía cómplice de su amor desbordante.

Dos días transcurrieron en esa habitación, donde se devoraron mutuamente con la intensidad del deseo. Sin embargo, la realidad los alcanzó cuando ella, ajena a las llamadas y mensajes que clamaban por su regreso, descubrió su foto en la lista de mujeres desaparecidas a través de las frías ondas de la televisión del hotel.

Aterrada, partió hacia el abrazo de su madre en un taxi, pero al descender, encontró al novio esperándola afuera de la casa. Montándose en el carro, compartió con él los detalles de los dos días más felices de su vida. Pero la felicidad fue abruptamente interrumpida por un trágico desenlace: el novio le disparó, y ella se despidió de este mundo con una sonrisa indeleble en los labios, mientras él cerraba el oscuro telón de su propia existencia con un disparo en la cabeza.

Conmocionada, Daysi, mi vecina, no pudo contener su asombro y preguntó quién era ese hombre que había provocado tal vendaval de emociones en la joven. Con una voz quebrada, le confesé que aquel hombre, el artífice de la tragedia de Madrid, era yo.

La revelación golpeó con tal fuerza que los brazos de Daysi cedieron y caí al suelo como un saco de papas. El dolor de mi columna se sumó al tormento de mi alma, mientras Daysi, con una mirada maliciosa, exigió que repitiera con ella los actos que compartí durante dos días con la muchacha en Madrid.

Con lágrimas en los ojos, le rogué que entendiera que mi cuerpo no soportaría tal carga de nuevo. Pero Daysi, con voz suave y un murmullo amenazante, sugirió que, si no hacía hoy con ella lo mismo que la chica de Madrid , en Los Mina podría desatarse una tragedia aún peor que la de Madrid.

Hoy, 14 de octubre, celebro  que gracias la boda con mi vecina Daysi superé el dolor de la tragedia de Madrid

 

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