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Los crímenes del candidato

Por Ramón Peralta

En el sucio, enorme  y bullicioso  Pueblo Oriental, el último día de la campaña electoral se acercaba como una tormenta en el horizonte. La atmósfera estaba cargada de una tensión palpable, como si el destino mismo se preparara para un último acto dramático. El enfrentamiento prometido entre los dos candidatos principales había acaparado toda la atención de los principales medios locales, y el eco de sus nombres resonaba en cada rincón. del pueblo

Eladio Sosa, el candidato venerado y temido por igual, se había alzado como una figura imponente. Con una carrera adornada de éxitos como abogado y una maestría en los debates, su figura eclipsaba al resto. Había sido regidor del Ayuntamiento, conocía el terreno como la palma de su mano, y su aura de invencibilidad parecía inquebrantable. Pero, en el otro rincón del cuadrilátero, se alzaba Víctor, un joven ingeniero en informática que, en una sorprendente ascensión, había escalado de un modesto octavo lugar a una respetable segunda posición en las encuestas. Sus opciones de alcanzar la victoria se desvanecían, pues la brecha con Sosa parecía un abismo insalvable.

Los estrategas del joven Víctor, a pesar de la inesperada mejora, sabían que el tiempo estaba en su contra. El plan era sencillo: mantener la distancia y esperar que la juventud de Víctor le permitiera preparar una futura campaña. Pero en el último minuto, la decisión de ir al debate contra el invencible Sosa parecía un acto de temeridad.

El coordinador de campaña de Víctor, en un acto de desesperación, abandonó su puesto y dejó al equipo en un caos tumultuoso. La renuncia fue seguida por una avalancha de críticas que señalaron el debate como un suicidio político. Los analistas predijeron un desastre inminente y se apresuraron a calificar la estrategia de suicida. El candidato Víctor, atrapado en un conflicto entre la audacia y la sensatez, eligió ignorar los consejos de los expertos y se aferró a la influencia de un viejo autodidacta con ideas radicales.

Los rumores volaban como aves de mal agüero, y los estrategas renunciantes, ahora en guerra abierta con el anciano asesor, afirmaban que su egoísmo estaba destruyendo las posibilidades de Víctor. Según ellos, el viejo sabía que sus días en la tierra  estaban contados, que por razones biológica en par de años estaría jugando domino con Satanás en el infierno  y quería llevarse consigo la oportunidad de Víctor de ser alcalde, prefiriendo un triunfo imposible en lo inmediato sobre una segura victoria futura.

En el horizonte, la noche del debate se perfilaba como un espectáculo sangriento, un enfrentamiento de titanes donde se revelarían secretos oscuros y el pueblo quedaría al borde de la desesperación. Los candidatos en tercer y cuarto lugar, Polín y Mateo, se habían retirado astutamente del debate, esperando beneficiarse del caos que se desataría.

Así, bajo un cielo cargado de presagios y con el destino del pueblo en juego, se alzaban las sombras de un debate que prometía ser una carnicería política. La escena estaba lista para una confrontación brutal y despiadada, donde la esperanza y la desesperación se entrelazarían en un último, mortal duelo.

En la nubosa mañana que precedía al debate decisivo, Eladio Sosa se reunió en su despacho con un grupo de asesores y detectives privados. Estos últimos, tras meses de investigaciones meticulosas, habían desenterrado secretos turbios y revelaciones inquietantes sobre Víctor, el joven retador. Los detalles que ofrecieron eran tan devastadores que, en la mente de Sosa, garantizaban la eliminación política de Víctor. Con una frialdad calculada, acordaron que estas revelaciones se usarían al final del debate como una estocada mortal, diseñada para hundir al audaz adversario en un abismo sin retorno. Sin embargo,  Eladio desconocía que Víctor también poseía una carta oculta, un hecho oscuro y escalofriante del pasado de Sosa que amenazaba con volcar el curso de la confrontación.

Al medio día el joven  candidato compartía  con el  viejo la información que  entre sudores, caricias y vino tinto le había dado  en una cabaña su amante  Clara,  la esposa del  licenciado Eladio Sosa, su contrincante.  Clara  le narró  al candidato un secreto que le contó a ella Fermín, el ordeñador de las vacas  de la finca de Eladio,  que fue su primer amante.

-Cuéntame esa historia para ver si vale la pena usarla en el debate. Murmuró el viejo asesor.

– El candidato con una sonrisa le respondió –Vale la pena usarla y te va a encantar.

Eladio Sosa, a los 30 años, ya era millonario en dólares, que juró no casarse nunca, salía a lugares públicos con mujeres rubias, hermosas y venezolanas, con el cuerpo reconstruido, pero en realidad  le gustaban las mujeres negras  que salían sudadas de la finca después de recoger tomates y legumbres.  Ese aroma le fascinaba, pero después que terminaba el acto sexual con  cualquier haitiana, la  golpeaba y la echaba de su lado.

Su favorita era Dominga, una dominicana  muy limpia, pero  él le prohibía que se bañara  desde dos días antes de copular con él. Una mañana Dominga le dijo que estaba embarazada, Sosa quiso golpearla hasta que muriera, pero prefirió darle un beso y convencerla de  que guardara silencio que cuando naciera el niño se casaría con ella.

A la semana, tres hombres endrogados violaron a la popular Dominga, hasta darle muerte.  Sosa motivó de manera sutil a que la turba entrara al   destartalado destacamento  de madera y matara a los tres violadores.

Un hermano de uno de los violadores estaba dispuesto a decir que Sosa le pagó a los tres violadores para que mataran a Dominga y cuando estaban presos  incitó a la comunidad para que   asaltaran el destacamento y callaran a  los raptores quitándoles las vidas, pero un maletín lleno de papeleta hizo que  hermano denunciante perdiera la memoria.

Tras escuchar la reveladora narración, el viejo asesor clavó sus ojos en los del joven candidato y formuló una pregunta cargada de gravedad:

—¿Quieres ganar o prefieres canibalizarte con Sosa, permitiendo que los  candidatos vagos que están en tercer y cuarto lugar  que se abstuvieron del debate  lo desplacen a ustedes?

El joven, con una determinación inquebrantable en su mirada, respondió sin titubeos:

—Yo quiero ganar.

El viejo, asintiendo con una mezcla de satisfacción y seriedad, ofreció su consejo final:

—Si deseas ganer el debate y asegurar la victoria en las elecciones, no permitas que una sola palabra de ofensa personal escape de tus labios. En los últimos cinco minutos del debate, narra una historia real de tu vida que conmueva a los votantes y les toque el corazón. Ese voto emotivo es lo que necesitas para triunfar.

El debate se llevó a cabo en el imponente Centro de Convenciones Oriental, con capacidad para 3,000 personas. La selección de los asistentes había sido meticulosa; se trataba de individuos sin afiliaciones políticas, con estrictas prohibiciones de aplaudir o abuchear durante el evento. La atmósfera estaba cargada de tensión contenida.

Durante la primera parte del debate, centrada en aspectos programáticos y cuestiones de la ley municipal 176-07, Eladio Sosa demostró su dominio. Aunque Víctor tuvo una actuación sólida, el licenciado Sosa se destacó con claridad. Su experiencia y conocimiento eclipsaron al joven candidato en esta sección.

A las 9:49, el moderador anunció que cada candidato tendría cinco minutos ininterrumpidos para exponer libremente sus argumentos sobre por qué debían ser elegidos. Con una moneda al aire, se decidió que Eladio Sosa sería el primero en hablar. Este, con su habilidad característica para la retórica, había preparado un discurso afilado, lleno de revelaciones que buscaban desmantelar la candidatura de Víctor.

En los primeros dos minutos, Sosa mostró con maestría su capacidad para liderar la Alcaldía Oriental, proyectando una imagen de competencia y firmeza. Sin embargo, en la segunda mitad de su intervención, su tono se tornó mordaz y despiadado. Las palabras hirientes destinadas a desacreditar a Víctor fluyeron sin reservas.

En la culminación de su discurso, Sosa se alzó con una voz cargada de autoridad y desafío, mirando directamente al joven candidato. Con un gesto majestuoso y una mirada penetrante, preguntó:

—¿De verdad cree usted que alguien sin experiencia, que apenas ha demostrado su capacidad para gestionar un simple puesto de empanadas, puede desafiar a alguien con mi trayectoria y conocimiento? ¿Qué puede ofrecer este miembro de la generación Alofoke?

—¿Creen ustedes que un candidato que falsificó su título de bachiller para ingresar de manera fraudulenta a la universidad merece siquiera ser considerado para la Alcaldía de nuestro honorable Pueblo Oriental? Este hombre que hoy se presenta como aspirante a la Alcaldía del Este no ha logrado explicar con claridad su programa de gobierno. Además, es un convicto con un pasado oscuro:   Antes de cumplir veinte años fue condenado por tentativa de asesinato tras apuñalar a un pobre hombre.

Aquí en mi mano tengo la sentencia que lo incrimina, y no necesito preguntarme si merece ser alcalde. Estoy convencido de que, a partir de este momento, debe retirarse de la política para siempre. Con su apoyo, estoy seguro de que yo seré el nuevo alcalde.

Muchas gracias.

Cuando el estruendoso aplauso a favor de Eladio Sosa se desató en la sala, un tumulto de emociones envolvió a Víctor. Su corazón, ya herido por el ataque despiadado de su adversario, latía con un ritmo sombrío mientras se dirigía hacia el podio para su discurso final.

El joven candidato se detuvo un momento, respirando profundamente antes de comenzar, su voz cargada de una tristeza profunda:

—Con las palabras que el señor Eladio ha dicho sobre mí, admito que HE PERDIDO. He perdido la fe en la posibilidad de hacer política con decencia. Aunque no voy a juzgar su impoluta trayectoria personal por el error de hoy, siento que mi adversario  ha demostrado su incapacidad para gobernar nuestra ciudad con amor y tolerancia.

Víctor hizo una pausa, recogiendo su coraje mientras se adentraba en un rincón más íntimo de su vida:

—Confieso que cuando tenía 15  años, le di dos estocadas en el brazo a un hombre que estaba ahorcando a mi abuela. Mi intención, como expliqué a la Fiscalía, no era matar a ese hombre, sino salvar a la noble mujer que me crió con un amor inmenso, que se sacrificaba día tras día para darme de comer. Después de casi dos años en prisión, salí como un joven ejemplar, graduado con las mejores calificaciones. Pero hoy, en lugar de hablar más sobre mi pasado, quiero relatar un acto de gran bondad de mi contrincante, el señor Eladio Sosa.

Víctor cerró los ojos por un instante, sumido en recuerdos dolorosos y esperanzadores:

—En un rincón olvidado de la ciudad, donde los sueños se desvanecían entre las sombras de la adversidad, nació un niño con una historia marcada por la tragedia. Mi madre, una mujer de virtudes inquebrantables, enfrentó la vida con valentía, pero el destino le jugó una mala pasada. El día en que yo nací, mientras ella luchaba por darme vida, su propia existencia  colapsó en un acto de brutalidad.

Víctor miró al público con la intensidad de un enamorado no correspondido  luego de  sobrevivir a las torturas de  ver una película de Robertico por complacer  a esa  muchacha que ama, pero  al final  ella lo quiere solo como amigo

—El mundo perdió una luz ese día, pero también comenzó a arder una nueva chispa de vida. Mi madre, en su último respiro, le rogó a los médicos: «Por favor, salven a mi bebé». Su voz se desvaneció, pero sus palabras quedaron grabadas en el viento.

—A pesar de la oscuridad que me rodeó desde el inicio, no solo sobreviví, sino que florecí. A los seis años, ya dominaba el arte de la lectura, como si mi madre me hubiera transmitido la pasión por la vida misma. En mi séptimo cumpleaños, el destino me llevó a conocer al señor Eladio Sosa. Ante él, compartí el sueño de mi madre, una visión de una ciudad impecable y hermosa que ella había acariciado en su corazón. El señor Eladio, emocionado por la sinceridad y la pasión de un niño, murmuró: «Tú serás alcalde».

Víctor dejó que sus palabras resonaran en la sala, cargadas de un sentimiento profundo y personal:

—El señor Eladio donó libros y cuadernos a mi escuela y me ayudó hasta cumplir los diez años. A medida que el tiempo pasó, no permití que las dificultades definieran mi camino. A los 18 años, ya lideraba clubes y organizaciones locales, aprendiendo sobre las necesidades y sueños de mi comunidad.

—Hoy, como aspirante a la Alcaldía del Pueblo Oriental, llevo conmigo la memoria de mi madre, la fuerza de su espíritu indomable y el legado de una promesa que nunca olvidé. La ciudad que una vez estuvo sumida en sombras ahora mira hacia un futuro lleno de potencial, gracias a la luz incansable de un niño que se negó a dejar que los sueños de su madre murieran en la oscuridad.

Con una voz cargada de sinceridad, Víctor concluyó:

—Hoy no le pido al señor Eladio que cumpla su promesa. Hoy apelo a Dios para convertirme en alcalde. Pido a ustedes, Pueblo del Este, que con su voto confirmen el poder de su voz, porque la voz del pueblo es la voz de Dios. Si así me aceptan, les juro por mi madre, que murió de una bala perdida el mismo día en que nací, que seré el alcalde que ustedes merecen, el alcalde de la ciudad limpia que mi madre soñó.

Con esas palabras, Víctor abandonó el podio, dejando el auditorio sumido en un profundo silencio. Durante 45 segundos, el eco de su relato aún reverberaba en el aire. De repente, dos manos se alzaron, y el primer aplauso estalló en la sala. A partir de allí, el ruido de las manos chocando se fue multiplicando, creciendo en intensidad.

En una ola de emoción, los tres mil asistentes del centro de convenciones se pusieron de pie, aplaudiendo con fervor. El estruendo de su entusiasmo se convirtió en una ola imparable de apoyo, ahogando los intentos de los moderadores por restablecer el orden. Los gritos y aplausos de la multitud formaban una marea de alabanza que proclamaba a Víctor como el indiscutible ganador del debate.

72 horas después, el señor Eladio Sosa se dirigió a sus seguidores en un discurso que reflejaba la magnitud de la derrota sufrida. Con un semblante de resignación y  decepción, expresó cómo el voto emotivo había prevalecido sobre la razón, felicitando a Víctor Castillo por su elección como nuevo alcalde del Pueblo Oriental. En sus palabras se leía una mezcla de odio y rencor contra ese pueblo de mierda que había escogido a un farsante con cara bonita, pero debía disimular su enojo y felicitar a su enemigo para mantener a esperanza de ganar en las próximas elecciones

La noche anterior a la juramentación del nuevo alcalde, Víctor visitó la casa de su anciano consultor político, llevando consigo un regalo para el veterano estratega. Con un gesto de sincero aprecio, Víctor entregó un elegante traje al viejo, diciéndole:

—Este traje es para que vayas mañana a mi toma de posesión. Además, te ofreceré el mejor cargo del Ayuntamiento, el que tú desees.

El viejo, conmovido por el gesto, abrazó a Víctor con una mezcla de orgullo y emoción. Prometió asistir a ese momento histórico, pero declinó ocupar cargo en esa alcaldía y, con lágrimas en los ojos, expresó su admiración por la forma en que el joven había superado las adversidades desde su nacimiento. Con voz temblorosa, le dijo:

—Cumpliste el sueño de tu madre y no tengo duda de que serás un gran alcalde. Nunca te arrepientas de lo que hiciste por tu abuela ni te avergüences de tu pasado.

Víctor, con una sonrisa de cinismo apenas contenida, respondió:

—Querido viejo, ¿recuerdas que me sugeriste que en lugar de hablar mal de mi contrincante, narrara una historia verdadera que conmoviera a los votantes? Mi pasado era una asquerosidad que me perseguía, así que decidí inventar la historia de un niño imaginario. Aquella noche vencí mi pasado, y hoy soy el alcalde electo del Pueblo del Este.

Hizo una pausa antes de continuar:

—En cuanto al incidente en que supuestamente salvé a mi abuela, fue una mentira táctica para conmover a los votantes. En realidad, en ese tiempo yo era un joven atracador y apuñalé a ese hombre para robarle, que dicho sea de paso murió un mes después por una mala práctica médica que le complicó la herida.  El único en la sala  del debate  conocía que yo era un atracador era mi contrincante Eladio Sosa.

El viejo asesor, con el rostro marcado por una confusión creciente, preguntó con voz temblorosa:

—¿Y por qué Eladio Sosa no te desmintió en el debate?

Víctor, con una sonrisa calculadora, respondió sin prisa:

—Porque él mismo fue el constructor de mis mentiras. Eladio Sosa fue  el abogado que  me aconsejó mentirle al juez, diciendo que apuñalé al hombre para salvar a mi abuela. Además, él fue el falsificador  que me vendió el título fraudulento de bachiller para que pudiera ingresar a la universidad.

Los delitos confesado por el  alcalde electo  llenaron el angosto espacio con un silencio pesado, cargado con el eco de secretos desenterrados y traiciones reveladas. Mientras el viejo asesor se esforzaba por procesar la verdad de la manipulación y el engaño, un secreto aún mayor comenzaba a tambalear en la penumbra de su propia existencia.

El viejo había mantenido oculta una verdad tan oscura como la noche de invierno. Nadie sabía su nombre verdadero, pues se lo había cambiado el día en que su vida dio un cambio fatal. La verdadera historia detrás de su máscara   de hombre impoluto escondía  una trama de traición y crimen. Su esposa, en un acto de adulterio, había dado a luz a un niño que no era suyo. Este acto de infidelidad no solo destrozó su matrimonio, sino que también le llevó a ser condenado a purgar una pena de veinte años por el asesinato de su esposa, la madre de Eladio Sosa.

 

 

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