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Los pecados del pastor

Por Ramón Peralta

Desde los 7 años, se evidenció su habilidad para timar a los demás niños de su escuelita, la mayoría eran hijos de pecadores analfabetos incapaces de ayudar académicamente a sus hijos. Él, en cambio, provenía de padres educados que se esforzaron por brindarle una educación en valores, preparándolo para enfrentar los desafíos del futuro y convertirlo en un hombre autosuficiente. Sin embargo, desde niño, su ambición por el poder y la riqueza era ilimitada, sintiéndose, por momentos, tan poderoso como el propio Dios.

La mañana del seis de enero, un año que marcaría el fin de un gobierno de doce años, el futuro profeta estaba a punto de cumplir ocho años. En compañía de otros cuatro chavales del barrio, visitó el colmado de Doña Anselma, quien acostumbraba regalar juguetes a los niños en el Día de Reyes. Al olvidarlos, le regaló a cada niño una moneda de 10 centavos.

Pero el pequeño Pachequito, astuto desde temprana edad, decidió quedarse en el colmado. Allí, persuadió a Doña Anselma para que cambiara su moneda de 10 centavos por dos monedas de 5. Luego, negoció con sus compañeritos, convenciéndolos de que sus monedas de 5 eran más valiosas al ser más grandes. Repitió el proceso hasta convertir su moneda de 10 centavos en 30, dejando a sus amigos con solo 5 centavos cada uno.

Ese día, Pachequito juró ser un hombre rico sin recurrir a  vender sustancias prohibidas, asaltos o  ser pelotero . Descubrió que ilusionando a los demás, podía obtener poder y dinero sin riesgo de cárcel.

En su adolescencia, al trasladarse a la capital, comprendió que el conocimiento otorgaba poder. Aunque era medio perezoso, se asoció con los estudiantes más destacados, participando en trabajos grupales y logrando terminar el bachillerato con buenas calificaciones.

En la universidad desechó su apodo de infancia, adoptó su nombre de nacimiento Cristóbal y conoció una oportunidad lucrativa en una iglesia. Aprovechó la fe de sus miembros, instaurando una nueva forma de negocio. Abandonó la idea de trabajar en su carrera universitaria para convertirse en líder de un grupo fanático, aprovechando las utilidades que podía dejarle  el diezmo que daban los feligreses.

Con el tiempo acortó su nombre, de manera mercadológica  se hizo llamar Cristo y entró a la iglesia destacándose por sus habilidades oratorias y persuasivas. Sin embargo, tropezó con religiosos y pastores auténticos. Su única ventaja fue un joven compositor con una enfermedad que le impedía caminar, pero que tenía un tesoro de canciones cristianas.

En una de sus visitas para consolar a Efraín, el tullido como le decían en su sector, descubrió el cuaderno de 200 páginas que ese compositor usaba para guardar las canciones cristianas que había escrito. Una mañana le pidió prestado el cuaderno de las canciones a Efraín, pero este era muy celoso con sus obras escritas y prefirió decirle, con el dolor de su alma a Cristo, que ni a su madre le prestaba ese cuaderno que era para él su vida y tesoro más preciado. Y con profundo pesar, le dijo: «Cristo, tú eres un amigo sincero, pero no puedo prestarte este cuaderno. Si quieres ver las composiciones que he escrito para el Señor, te las enseño con el cuaderno en mi mano, pero no puedo permitir que lo sostengas ni siquiera por un minuto, y mucho menos que te lo lleves para tu casa.»

Al ver la cara triste de Cristo ante esa carga sincera, Efraín añadió: «Perdona, amigo. Yo confío mucho en ti, pero mi Señor me reveló en uno de mis sueños que el día que ese cuaderno saliera de esta casa, yo iba a perder la vida.» Cristo, con voz compungida, le respondió al inválido: «Tranquilo, hermano. Si no quieres prestarme el cuaderno, yo respeto tu decisión de no querer compartir conmigo las bendiciones de tus letras. De todas maneras, cuenta con mi amistad y mi amor cristiano.»

Luego de esa conversación, la amistad entre Cristo y Efraín siguió fortaleciéndose, y las visitas de Cristo eran más frecuentes y largas donde su amigo el tullido. Una mañana, Efraín despertó aterrorizado. Se había soñado que el Señor lo recriminaba por no haber cuidado las joyas que había escrito de versos y canciones de alabanza. En sus oídos retumbaban las palabras del Señor: «Efraín, tu hora ha llegado. No me obedeciste y creíste que las canciones las escribiste tú. Cada palabra, cada idea fui yo que te la puse en tu diminuto cerebro, y ahora ese regalo de alabanza está en manos de un discípulo de Lucifer por tu culpa. Van a comercializar la palabra en mi nombre, y no puedo hacer nada porque esas canciones están en manos del otro.

Efraín, quien era inválido de la cadera hacia abajo, miró alrededor de su cama y pudo observar que su silla de ruedas estaba alejada de su lecho, lo que le dificultaba alcanzarla. Se preguntó cómo había llegado a la cama con la silla de ruedas tan lejos. Buscó respuestas en su memoria y lo último que recordaba fue que bebió un jugo que le trajo su amigo Cristo, el cual le indujo un sueño muy profundo.

Presintiendo lo peor, miró el armario donde guardaba el cuaderno de sus versos y, arrastrándose, llegó hasta la puerta del guardarropa. Sin embargo, no alcanzaba. Intentó llegar hasta la silla de ruedas, pero no pudo subirse, ya que solo podía hacerlo desde la cama o desde un lugar alto, nunca desde el suelo.

Efraín odiaba pedir ayuda, ya que en su casa lo trataban como un inútil, pero la desesperación lo hizo llamar insistentemente a su madre, Dionisia. Sin embargo, sus gritos fueron ahogados por la estruendosa música de Manolo, el vecino solitario de 52 años a quien nadie en el barrio le había conocido una novia.

Dionisia había salido temprano de la casa para una cita con un joven que podía ser su hijo. Este joven, que la tenía enamorada como a una colegiala en el inicio de la pubertad, la besó anoche por primera vez en la casa y le propuso salir a un lugar privado donde nadie los molestaría.

Antes de salir, ella arropó a Efraín, quien dormía plácidamente. Aunque vio la silla de ruedas lejos de la cama, no quiso perder tiempo poniéndola al lado de la cama. Definitivamente, el deseo de ver a su nuevo amor era más fuerte que perder 20 segundos en poner cómodo a su hijo para cuando se levantara.

Dionisia llegó a la discreta cafetería de la calle El Conde media hora antes de lo acordado, y su joven amor llegó con 45 minutos de retraso. Después de un saludo frío por la presencia de parroquianos en la cafetería, ella le dijo: «Llévame al lugar privado donde nadie nos moleste». El joven le respondió que antes de llevarla al lugar, necesitaba desayunarse y pidió un sándwich cubano que comió lentamente. En realidad, el joven no tenía mucha hambre; necesitaba ganar tiempo para que la pastilla azul le hiciera efecto. A pesar de que gozaba de buena función eréctil, comprendía que era un desafío tener intimidad con una señora huérfana de juventud y discapacitada de belleza.

Cuando llegaron al hotel, ella pagó en efectivo y, luego de algunos juegos eróticos, la señora Dionisia experimentó el momento más inspirador y apasionado de su vida.

Después de que la anciana llegó al tercer cielo, la náusea del joven Cristo le incrementó el deseo de despedirse de la señora y que cada uno cogiera para su casa y verse otro día. Pero una voz tenebrosa le decía al oído: «Quédate, entretenla y sacrifícate por las 4 horas».

Mientras su madre gozaba con su mejor amigo, Efraín luchaba por subirse a la silla de ruedas. Arrastrándose, regresó al costado de su cama y sin saber por qué, metió la mano derecha de manera violenta en la caja de herramientas que estaba debajo de la cama. El corte de una navaja en su muñeca derecha lo hizo lanzar un grito más de miedo que de dolor.

La sangre brotaba en abundancia de la mano de Efraín, quien luchaba desesperadamente por parar la hemorragia de ese fatídico corte pidió al señor que  le permitiera vivir un día más.

Después de 5 horas, Dionisia y Cristo salieron del hotel. El joven ya no quería ver por el resto del día a esa vieja, pero la promesa de que le hizo Dionisia  de cocinarle y regalarle dos billetes azules que ella tenía en su casa motivó a Cristo a seguir la corriente de la anciana y acompañarla a su vivienda.

En medio de un charco de sangre, Dionisia encontró a su hijo con vida, quien le imploraba que no lo dejara morir. La madre desesperada le pidió a Cristo que llamara al 911, pero al joven se le había olvidado el número del 911. Ella logró marcar al número de emergencia, y prometieron mandarlo enseguida.

Dos horas después, llegó una ambulancia ruidosa, y en medio de un aparataje, bajaron los paramédicos e inmediatamente vieron al paciente, quien, un minuto después, murió en brazos de una enfermera del 911 sin saber si le habían robado el cuaderno donde conservaba el  tesoro de sus canciones.

El padre de Efraín, que vivía con otra familia en Nueva York, dijo que no podía ir al país, pero mandó el dinero de la funeraria,  del cementerio y todos los gastos fúnebres. Cristo le sugirió a doña Dionisia economizar ese dinero que dispuso su ex marido y pidieron la caja de muerto y la funeraria municipal a un regidor del partido de gobierno, y un diputado opositor pagó el hoyo del cementerio.

Después del  entierro Dionisia llegó a su casa  en compañía de  Cristo, quien no quería dejar sola a la madre que hoy había enterrado su hijo, porque los dólares que había enviado  el ex marido  de su amante para los gastos funerarios  lo tenían nervioso.

Los vecinos  en casa de Dionisia preocupaban a Cristo, ya que ninguno daba señale de irse, a la diez de la noche él abandona la casa de la doña, pero se queda  a una cuadra observando y cuando se vio que doña Ana se fue, regreso sigilosamente a la casa de Dionisia y con toque suave y una voz susurrante le dijo a Dionisia. – ábreme que soy yo Cristo

Dionisia abrió la puerta  la puerta y desde que Cristo entró, se besaron apasionadamente. La adrenalina de  Cristo estaba por la nube, no se explicaba ese deseo apasionado que se le metió en ese instante por aquella anciana prohibida, quien apena seis horas de enterrar a su hijo  estaba en su brazos como si estuviera viviendo  el mejor momento de su vida.

En la mañana Cristo le dijo a Dionisia  de manera amorosa que necesitaba dinero,  ella le dijo – En esa cartera roja tengo los dólares que mandó el papa de Efraín,  el dinero del San que me llevan diez personas para  entregarlo hoy, coge lo que necesite y me deja los otros.

Cristo iba a coger la mitad de los dólares, pero una voz le dijo que cogiera mas dinero y tomó todos los dólares, pero cuando se disponía a marcharse la misma voz le ordenó que cogiera lo pesos, al final dejó a Dionisia sin un centavo.

A la semana de la muerte de su hijo Dionisia extrañaba a Cristo, quien se había marchado con todo el dinero sin dejar rastro.  Desesperada por la falta de dinero  llamó a su ex marido para pedirle dinero para los nueves días del hijo, el hombre   respondió en tono airado.  – No vuelva a llamarme que el vínculo que teníamos usted y yo se acaba de morir, por cierto sigue disfrutando  con tu amante el dinero que te mandé para el entierro.

En ese momento comprendió que los vecinos se dieron cuenta que la noche que enterró a su hijo,  durmió en los brazos de su amante.

El noveno día después de la muerte de su hijo, Dionisia se levantó temprano. Llevaba dos días sin ingerir alimento. Se dirigió a la tumba de su hijo, pidió perdón y, 9 minutos después, el veneno que había bebido le había quitado la vida.

Cristo recibió la noticia de la muerte de Dionisia carente de emoción y siguió su camino al éxito sin obstáculos. Se convirtió en predicador y promotor musical, donde renombrados artistas interpretaron canciones de «su autoría».

Al noveno año de la muerte de su amigo, estaba solo en su habitación leyendo un cuaderno lleno de canciones, y de repente, una voz lúgubre le reprochó: «Te hiciste rico con mis talentos y mi muerte. Sigue así, que tendrás que acompañarme pronto».

Desde ese día, optó por usar el negocio la música lo menos posible, y a su currículo de comerciante  de la fe, le añadió el oficio de la política donde perfeccionó  sus habilidades congénitas en el arte de embaucar a los demás con medias verdades y mentiras que parecen ser verdadera participó en una gran conspiración que lo convirtió en la cara de una boleta municipal.

Hoy, a pesar de sus pecados, se presenta como candidato a la alcaldía de una ciudad ubicada en un país de Europa del Este y tal vez sus capacidad de eclipsar la verdad  sea el punto fuerte que  lo ayude a ganar una alcaldía en el viejo continente.

 

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