18 de noviembre
Por Ramón Peralta
Era el ombligo de la semana, un 18 de noviembre. Ese día, a esa hora, un grito de guerra surgió del vientre del universo, anunciando la llegada de una niña que, sin saberlo, cambiaría el curso de mi vida. En ese preciso instante, yo estaba trabajando en el aeropuerto. Desde la distancia, una energía indescriptible recorrió mi cuerpo, como una corriente eléctrica. Había nacido la criatura más inteligente que he conocido.
Desde los cuatro años, la percepción que tenía de ella era desconcertante. No era solo su capacidad para hacer preguntas que parecían venir de una mente madura, sino la intensidad con la que exploraba el mundo, como si intentara desentrañar los secretos más profundos de la existencia. A los ocho años, ya leía con avidez aquellos libros ilustrados para niños, como «Las Bellas Historias de la Biblia», que una tía suya había dejado en casa. Esa tía, tan religiosa, se pasó una semana con la madre y sus hijas, pero fue la niña la que absorbió esas historias con una devoción que me sorprendió.
La víspera de su cumpleaños número ocho, la encontré sumida en aquellos libros, ajena al bullicio que reinaba en la casa. El día siguiente, me presenté en su hogar materno para felicitarla, llevando un regalo modesto y un abrazo lleno de cariño. Pero cuando la abracé, me sorprendió con dos preguntas que me marcarían para siempre.
La primera fue: «Papi, ¿por qué Dios permitió tanto sufrimiento a Job, solo para dar explicaciones a Satanás?». Mi mente se quedó en blanco. No sabía cómo responder. Nunca había pensado en esa parte de la Biblia con tal profundidad, y mucho menos en los porqués que ella me estaba planteando. Mientras trataba de formular una respuesta que tuviera sentido, ella me interrumpió con otra pregunta que me dejó sin palabras: «Papi, ¿Satanás es hijo de Dios? Y si no lo es, ¿por qué Dios mató a todos los que se dejaron usar por él con el diluvio, destruyó Sodoma con fuego, y a Satanás lo deja hacer todo el mal sin sin destruirlo?»
En ese instante, la tía, que había estado escuchando detrás de la puerta, irrumpió en la conversación. Con voz altisonante, me reprendió por permitir que la niña cuestionara temas tan profundos, como si las cosas de Dios no pudieran ser interrogadas. Miró a la niña con una furia contenida, como si quisiera fulminarla con la mirada. Sus ojos destilaban una rabia que era palpable, y el aire se tornó pesado, cargado de reproche.
Desconcertado, me despedí de la niña, sin saber qué había hablado después con la tía cuando ya no estuve allí. El tiempo pasó, y con él, la niña creció, convirtiéndose en una adolescente reservada. Sus preguntas se hicieron más escasas, y aunque su timidez se profundizó, descubrí que, sin decir una palabra, encontraba soluciones a problemas que yo mismo no podía resolver. Cuando surgía alguna cuestión relacionada con la tecnología o algo de la nueva era digital, ella era la que encontraba la respuesta con una claridad impresionante.
Un día me enteré de que había aprendido inglés por su cuenta, sin maestros ni cursos, en un entorno donde nadie hablaba esa lengua. Solo se nutría de su curiosidad y su asombrosa capacidad de absorber el conocimiento de manera autodidacta.
Hoy, ya adulta, mesigue resolviendo cualquier problema intelectual o académico con una habilidad que parece sobrepasar las fronteras de la cultura dominicana. Sin alardes ni pretensiones, con la misma timidez que siempre la caracterizó, ella se convierte en una presencia invaluable, siempre dispuesta a ayudar sin buscar reconocimiento. He llegado a la conclusión de que ella es un diamante, el más brillante que uno pudiera imaginar, pero perdido en el vasto desierto del Sahara, en un país que, aunque la vio nacer, no sabe qué hacer con un talento tan fuera de lo común.
Esta mañana, me desperté repentinamente, sudoroso, con el corazón acelerado, como si hubiera tenido un sueño grandioso. Miré el celular: eran las 5:18 de la mañana, un 18 de noviembre. En ese momento, comprendí que debía levantarme rápido, porque hoy era el cumpleaños de mi hija hermosa, Micol Linette, y no podía dejar pasar la oportunidad de felicitarla, de recordarle lo que siempre supe: que ella es mucho más que una niña brillante, es el alma misma de todo lo que es posible.