Testigo de mi primer crimen

Por Ramón Peralta

La noche de la graduación coincidía con el cumpleaños número 17 de Carlos. Sin embargo, no pudo asistir a la fiesta más importante de su vida porque su madre no pudo pagar el alquiler del traje de graduación. Los agujeros en sus zapatos parecían la boca de un niño gritando por hambre.

Esa podría haber sido la noche más triste de su vida, pero un acontecimiento inesperado le devolvió el deseo de vivir.

Carlos era el mejor estudiante de la clase cada año, a pesar de ser el más pobre del barrio. Su madre, enferma, había perdido el atractivo físico que antes le permitía ganar algo de dinero extra planchando sábanas con la espalda junto a los maridos  de sus  vecinas. Su padre, un delincuente de poca monta, murió apuñalado en la cárcel de Azua porque salió salado el  arroz que cocinaba  para el jefe de la celda.

Debido a su  extrema pobreza, Carlos iba a la escuela para conseguir el desayuno escolar. A veces, llegaban menos panes que estudiantes, y algunos se quedaban sin desayunar. Carlos notó que los mejores estudiantes tenían más posibilidades de asegurar su desayuno, así que se esforzó por mejorar como estudiante y convertirse en el mejor de la escuela.

Su superación académica le dio cierta popularidad, pero también enemigos por envidia. Otros estudiantes, aunque económicamente más acomodados con el complejo de Quico, sentían celos de Carlos, el más pobre del curso.

Yo, el único varón que lo apoyaba, no lo hacía por amistad o solidaridad, sino porque también era rechazado por el resto de los estudiantes y ninguno de los dos había tenido novias.

Yo en ese tiempo era un joven de clase media, con cerebro de poco uso y carente de atractivo físico, muchos decían que yo era huérfano de belleza e inocente de gracias,  pero no hablaré sobre mí y me limitaré a contar un acontecimiento en que fui testigo.

El último día de clase, las chicas más hermosas del curso estaban conversando con Carlos sobre el examen y de repente un grupo de varones sujetaron a Carlos por los brazos y pies hasta quitarle los zapatos y mostrar a los demás que los calzados de Carlos estaban rotos.

Agobiado por el dolor de ser el más pobre de la escuela y de no poder ir a la fiesta de graduación como todos los demás, subió a la azotea de la iglesia que quedaba a dos casas al sur de la vivienda de Ramón Medina. Cuando estuvo a punto de lanzarse al vacío, vio en el patio de Ramón a la profesora Santita bañándose con agua del tanque que se echaba en el cuerpo con un jarro de salsa de tomate.

La figura de la respetable profesora de 34 años, sin ropas y solo cubierta por la sombra de la noche, provocó en Carlos un deleite celestial. La luna llena, como una vecina chismosa, delataba las sensuales curvas de aquella maestra sin vocación pedagógica.

El corazón comenzó a latirle como tambores africanos, la sangre le corría por todas sus arterias como un río desbordado.

De repente, la maestra levantó la vista y al toparse frente a frente con esos ojos que la quemaban, sonrió con picardía al ver al joven más tímido del barrio mirarla con gran deseo.

Carlos volvió la mirada avergonzado, bajó del techo y, con una mezcla de vergüenza y alegría, se encerró en su vivienda.

Yo, que ese día no me graduaría de bachiller porque reprobé el curso, observaba desde la ventana de la habitación de mi abuela que estaba a dos casas al norte del patio de la maestra. Supe lo que haría Carlos, porque yo era casi tan  tímido como  él.

Al igual que todos los demás estudiantes, amaba a la profesora en secreto. Mis ojos, que parecían quemarle la espalda, provocaron que ella mirara hacia la ventana de un segundo piso que estaba al norte de ella. En ese momento, me percaté de que las luces de la habitación estaban encendidas y ella pudo verme espiándola. Me quedé inmóvil y ella, al parecer, sonrió complacida al saber que incluso su alumno más bruto era testigo de que ella era la profesora con el cuerpo más hermoso de la escuela. Entonces, con la testosterona haciéndome un motín, me dejé dominar por la ira y, sin medir las consecuencias de mis actos, ajusticié al imprudente con mi propia mano.

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