Mientras el pastor bailaba los negocios agonizaban

Por Ramón Peralta

En aquel fatídico domingo, mientras el pastor bailaba un merengue con un frenesí desconcertante en medio de la Avenida, como si el mismo leviatán lo guiara en sus movimientos erráticos, los comerciantes de esa célebre arteria comercial se sumían en la desdicha. La desolación invadía sus corazones, pues sus establecimientos, antes bulliciosos y llenos de vida, yacían vacíos, carentes de la usual clientela de clase media que, con sus familias y vehículos, acudía en busca de consuelo y alimento. Aquella jornada era tan sombría como la neblina que se levantaba en el horizonte, un vacío que se extendía no solo por la calle, sino por el alma misma de los habitantes que allí residían.

Mi amiga, en su tono grave y sereno, me relató el destino de un conocido restaurante asiático, donde, mientras la calle se mantenía unívocamente peatonal, no acudió ni un solo cliente. Y, en su infortunio, las camareras, aquellas pobres almas que a diario dependían de las migajas de la generosidad ajena, se retiraron al caer la noche sin un solo peso en sus manos. Una de ellas, cuya esperanza se había desvanecido como un sueño efímero, caminó varios kilómetros a pie dentro del municipio más peligroso del país, recorriendo un sendero sombrío y solitario antes de llegar a su hogar una bala perdida se introdujo en su pecho dejando sus tres vástagos huérfano . Había depositado en la propina de ese día su única esperanza: la de pagar el pasaje y dejar algo para la mísera comida del día siguiente. Pero al no llegar ni un alma a la puerta de su restaurante, sus planes, como castillos de arena, se desmoronaron ante la cruel marea del destino.

Aquel domingo, terrible y sombrío, sumió a los comerciantes de la Avenida en una desesperación profunda, pues sus clientes, como si hubieran sido expulsados por un demonio peatonal, se marcharon atraídos por el misterioso y macabro fulgor del Distrito Nacional, se habían dispersado en busca de un alivio que jamás llegaría. Mientras tanto, mi hermano, atrapado en las redes del pasado, acudió a visitar a su exnovia, un encuentro marcado por las sombras de lo que alguna vez fue y hoy no es. En medio de su conversación, un video apareció en la pantalla: el pastor, aquel ser de rostro desencajado, ceja gruesa, cabello cubierto por tinte secuestrado por crueldades nocturnas, cuya cabeza se veía similar a un lápiz de punta gruesa, bailaba con un ímpetu que parecía desafiar las mismas sombras del Ángel Caído. Fue entonces cuando mi hermano, un evangélico descarriado, exclamó, con una amarga sonrisa: —El pastor ha salido del clóset; solo le falta el vaso con whisky. Y en ese preciso instante, la prima de mi excuñada, una meretriz cuya vida, como un oscuro reflejo de la decadencia, había caído en los vicios más bajos, soltó una risa desquiciada y, sin más, exclamó: —Si ese sujeto alguna vez fue pastor, yo soy la Virgen María…

Sus palabras, bañadas en desdén, se esparcieron por el aire como un susurro macabro, y en su tono resuena, aún hoy, la cruel ironía de un mundo que se desangra en sus propios vicios y contradicciones. La angustia de esa jornada no era sino un espejo de las sombras que se alzaban en el corazón de todos aquellos comerciantes que, como almas en penas, agonizaban viendo la tenebrosa quiebra de sus negocios

 

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